martes, 31 de enero de 2012

Una metrópolis llena de secretos

Publicado en  El-Nacional

1997
PABLO ANTILLANO

Una ciudad como Caracas ya no puede ser comprendida y mucho menos vivida sin una brújula, sin una base de datos. Sus habitantes no han dejado de agregarle a su cuerpo todo tipo de invenciones, frutos de su propia imaginación o equipajes complejos inspirados en grandes ciudades.

El amor secreto y consistente de sus habitantes la fue dotando por años de enormes parques y numerosas plazas, y lo que una vez fue un tranvía, hoy es un formidable sistema de transporte subterráneo. Pero también la dotaron de un aeropuerto, de enormes vías de comunicación que vuelan sobre portentosos pilotos y modernos sistemas constructivos. La modernidad del siglo XX se levantó sobre enormes y seductores edificios pensados para el trabajo y la intimidad.

Caraqueños de todos los tiempos, emocionados inmigrantes y venezolanos de todos los rincones del país confluyeron en una laboriosa y consistente actividad creativa para hacer de Caracas una de las ciudades más vivas y seductoras del continente. Ha sido tanto y tan variado el aporte de sus ciudadanos que hoy es definitivamente imposible conocer sus secretos a cabalidad, hoy hay gente para todo, sitios para todos, rincones insospechados, objetos y servicios capaces de satisfacer los gustos más insólitos. La cantidad de espacios que se destinan a la cultura y al entretenimiento representan un síntoma inequívoco del carácter sensual y abierto de los ciudadanos. La proporción de museos y galerías, de salas de cine y teatro, de discotecas y restaurantes, de breves cafés y sitios musicales, hablan de una ciudad que vive la aventura colectiva como muy pocas en el mundo. El caraqueño, a pesar de las calamidades de cualquier ciudad moderna, vive la calle con intensidad. Se descubre a sí mismo en la relación amistosa y en los placeres mundanos que la ciudad ofrece.

La intensidad de la experiencia al aire libre o en los pequeños tumultos de los comederos del mediodía, se prolonga más tarde en la intimidad de la casa en los innumerables objetos que le brinda la oferta comercial. No sólo son los discos, los libros y el video, los atuendos y los adornos, sino la cantidad de productos que se producen en el mundo entero y que fluyen a través de su energía económica.

Este mundo urbano, rico y complejo, necesita con urgencia este plano, un instrumento de viaje hacia su interior que le devolviera al individuo un sentido pleno de totalidad. Y eso es lo que se propone Date en Caracas , guiar al ciudadano por las avenidas desconocidas de su ciudad, orientarlo en su cita permanente con la calle y los objetos. Date no sólo recoge un sentido de cita, de fecha y lugar, que tiene su gramática universal, sino que evoca la expresión caraqueña que invita al amigo a dar, a transferir felicidad, y sobre todo a darse a sí mismo, el placer de su ciudad.

La cita inicial de los ciudadanos con su brújula se inicia esta semana con este primer número de Date , y se prolongará con la promesa de identificar semanalmente el rasgo más poderoso que mueva el humor y el sentimiento dominante de Caracas.



 

Imagen de José Gregorio Hernández

Una de las cosas que más disfruto de los grupos Caracas en Retrospectiva es el aporte de los usuarios, una de ellas ha sido la Imagen maravillosa que ha compartido mi amigo Rafael Alfredo Márquez Gil, del Dr. José Gregorio Hernández la cual comparto junto a su reseña





" Esta foto le ha sido recientemente obsequiada a mi padre...
Es una fotografía original del Doctor José Gregorio Hernández, entrando o saliendo de CARACAS, por la Puerta de Caracas. Imagino que durante la década de los 10s...

La fotografía se encuentra en excelente estado, suponemos que la parte superior se encuentra quemada, a causa de haber sido expuesta al calor o llama de alguna vela... Razonamiento lógico por el personaje de la foto, en mención!"

Espero la disfruten tanto como yo !!!!

Escuchen sobre su muerte : http://www.youtube.com/watch?v=4FWlAAziCHg

sábado, 7 de enero de 2012

Epa Isidoro

Isidoro Cabr­era nació el 2 de Enero de 1880, durante el segundo gob­ierno del gen­eral Guzmán Blanco, en la casa iden­ti­fi­cada con el número 2 entre las esquinas de Teñidero y Chimb­o­razo, par­ro­quia La Can­de­laria. Era hijo de Vic­torino Cabr­era, de ori­gen canario, de quien heredó la pro­fe­sión de cochero a la que se dedicó desde 1911, fecha que data su licencia.
Fué sin embargo su decisión de dedi­carse a este ofi­cio muy román­tico, por no decir ide­al­ista. La Cara­cas a finales del siglo 19 era todavia una ciu­dad con las calles de tierra a la que no habia lle­gado el pavi­mento, salvo las prin­ci­pales que al ser empe­dradas hacían que los cas­cos de los cabal­los soltaran grandes chis­pas, y donde todo el trans­porte, tanto de per­sonas como de mer­cancía se hacía a trac­ción de bestias.
Era la ciu­dad de los car­ru­a­jes de todo tipo, desde la sen­cilla tar­tana de dos ruedas hasta el lujoso lando de cua­tro ruedas y techado, pasando por berli­nas fae­tones. Asi mismo, era la ciu­dad de las car­retas y car­retil­las, de los arrieros y sus recuas de mulas que traían los pro­duc­tos agrí­co­las por la via del pueblo de Sabana Grande, de Petare, Cha­caito y de Chapellin.
Sin embargo ya Cara­cas había empezado a cam­biar desde el septe­nio del primer gob­ierno de Guzmán Blanco (1870–1877) el cual pro­puso la mod­ern­ización de la ciu­dad al estilo Francés, y acometió impor­tantes obras públi­cas como la edi­fi­cación del Capi­to­lio Fed­eral, la remod­elación de la Plaza Boli­var, el alum­brado público a gas y la con­struc­ción del fer­ro­car­ril Caracas-La Guaira, inau­gu­rado en 1883, por motivo de la cel­e­bración del Cen­te­nario de El Lib­er­ta­dor Simón Bolívar.
Guzmán Blanco, quien se dis­tin­guió en su interés por la mod­ern­ización del trans­porte público, autor­izó en su segundo mandato el fun­cionamiento de la primera empresa de tran­vías tirado por cabal­los, que comenzó a operar en 1884. En 1907, estos tran­vías fueron susti­tu­i­dos por los eléc­tri­cos, de tal modo que el cochero Isidoro se ini­ció en una pro­fe­sión que tenia sus dias contados.
Isidoro Cabr­era tenía su parada en la esquina de Mon­jas a San Fran­cisco, a veces en los alrede­dores del Capi­to­lio o en la Plaza Alt­a­gra­cia. Fué el único cochero caraqueño cono­cido por su nom­bre y apel­lido, ya que a los demás cocheros se les llam­aba por sus apo­dos o sobrenom­bres como: Padre Eterno, Raban­ito, Mon­señor, Mas­cav­idrio, Tan­talo, Mor­rongo, el Ele­gante ‚entre otros, y a los que podían con­seguir con sus vehicu­los esta­ciona­dos en las esquinas cén­tri­cas de la Capital.
En cierta ocasión, el Gen­eral Igna­cio Andrade, pres­i­dente de la República, quien fuera der­ro­cado el 19 de Octubre de 1899 por Cipri­ano Cas­tro y su rev­olu­ción restau­radora, solic­itó sus ser­vi­cios para que lo con­du­jera a la casa de Gob­ierno.  Isidoro y el Gen­eral con­ver­saron durante el trayecto y el Pres­i­dente se intereso en ayu­darlo. Al descen­der del car­ru­aje le dijo;: Vuelva mañana que le voy a regalar un coche! .Así  Isidoro obtuvo un coche nuevo, un “Vic­to­ria” inglés, obse­quio Presidencial.
Isidoro ofrecía a los caraque­ños sus ser­vi­cios de trans­porte util­i­tario recre­ativo. A comien­zos el siglo 20 era usual pasear en la ciu­dad hacia la recién inau­gu­rada urban­iza­cion El Paraiso, donde qued­aba el hipó­dromo de la época, o hacia El Cal­vario. La Can­de­laria, o Gam­boa. Tam­bién ofrecía sus ser­vi­cios a los trasnochadores que se dirigían a los night­clubs de moda, o a los novios y a sus ami­gos que llev­a­ban ser­e­natas a las muchachas. La Lechuza o coche noc­turno era una viva estampa del ayer.
Cuenta el cro­nista Lucas Man­zano que Isis­doro Cabr­era man­tuvo una sol­i­dad amis­tad con Don Julián Sabal, hom­bre de fig­u­ración en los cuadros de la sociedad caraqueña y cliente del pres­ti­gioso Club Venezuela a donde Isidoro lo traslad­aba y lo aguard­aba hasta que saliera. En las pági­nas de Cara­cas de Mil y Pico, se lee: Dias antes de pos­trarse en el lecho, Don Julián Sabal, sin que Isidoro lo sospechara escribió de su puño un pár­rafo en el cual le dejaba su ropa, zap­atos, y unos cuan­tos boli­vares para que refor­mara su coche y ren­o­vara los cabal­los. Isidoro Cabr­era, el fiel y hon­esto cochero tra­jeado todo de negro y con  los cabal­los enlu­ta­dos, acom­pañó al cortejo fúne­bre durante todo el recorrido.
Los coches hal­a­dos por cabal­los comen­zaron a desa­pare­cer con la lle­gada del tran­vía, el tren, los auto­moviles y los autobuses.
Es por ello que a Isidoro, por man­tener su ofi­cio hasta muy entrado el siglo 20, se le con­sid­eró el último cochero de Cara­cas, pro­fe­sión que ejer­ció hasta el dia de su muerte en 1963.




Un siglo de rumba en Caracas* de Federico Pacanins**

Baile en la Cancillería, Caracas 1935
Biblioteca Nacional- Colección de la División de Fotografía del Archivo Audiovisual. 
De rumba en Caracas / Federico Pacaninis

I
Un vals europeo que se criolliza al punto de convertirse en valse venezolano. La serenata de balcón sustituida por el canto amoroso del bolero bailable. Ciertos ritmos afrocubanos-guarachas, rumbas o congas-, desplazando los joropos y merengues cual música de salón y calle. Los propios géneros norteamericanos -jazz o rock and roll-, transformados y climatizados, en favor de expresiones tan populares como la salsa o el pop nacional. Quién sabe cuántos otros procesos de mezcla y remezcla, de beneficiosa fusión preocupada por los medios contemporáneos de comunicación, podrían también anotarse para dar perfil a una música popular caraqueña de fin de siglo, con influencias abiertas y plurales: Cuba, Norteamérica, México o Colombia; también Argentina, Brasil, Italia o Inglaterra, por sólo nombrar algunas naciones claves que han dado fuente, definición misma, al carácter abierto, sincrético, de gran parte de nuestra expresión popular contemporánea.
Nuestra identidad consiste en no tener identidad; tal era la ironía de José Ignacio Cabrujas al señalar una circunstancia de incuestionable actualidad: estuvimos y estamos abiertos a cuanta influencia llega; damos bienvenida al gusto de aquí, de allá, de donde quiera; adoptamos lo ajeno y , con el mayor desenfado, lo hacemos propio. Es parte del mismo modo de ser que, para bien o para mal, deja saber un interés visceral en todo tipo de mezclas, aperturas o fusiones.
"Ni siquiera las familias caraqueñas más viejas se niegan a que sus hijas se casen con extranjeros recién llegados al país", alguna vez anotó Rafael Arráiz Lucca. Y ese interés de mezcla y remezcla, característico del siglo, deja todo intento de crónica siempre marcado por ciertos prototipos claves: lo que había, lo que vino y lo que al fin se quedó, puntos de partida y llegada en este asunto de apretado recuento cronológico de gustos y sabores.
II
Comencemos con la entrada del siglo cuando se hablaba de Caracas, la ciudad de los techos rojos. Y cuánto cuesta imaginar la metáfora poética de aquellos techos rojos, para nosotros desconocidos, al lado de retretas, faroles y reuniones nocturnas en plazas. Una ciudad donde la música popular apuntada a la serenata con su doble juego de salir de farra y, de paso, afincar el ánimo de alguna conquista propia o ajena. Cosa de anochecer acompañado de amigos -una cuerdita, le decían-; de cantarle bonito a las muchachas, así fuera por el puro gusto de gozar el encuentro nocturno, guitarra en mano y voz en cuello a la orden de las canciones sentimentales del tiempo "... Fúlgida luna del mes de enero...", o del ritmo arrebatado del cañoneo finalizado el trasnocho callejero "... en esa Plaza López que me recuerda, que me recuerda...".
Demás está decir que aquella ciudad hace rato cambió los techos rojos por los techos chatos; de hecho, dio paso al muy disímil conglomerado actual en el que, si acaso, sólo quedan aromas de algunos recuerdos transmitidos mediante las voces de abuelos o bisabuelos, a quienes todavía el tiempo no se ha podido llevar. Porque, necesario es decirlo, el caraqueñismo de las serenatas y los cañoneros tuvo su esplendor en un par de décadas, las primeras del siglo, cuando aquí nada se sentía de lo que luego fue. Quizás un tiempo más sencillo en cuanto a gustos y distracciones; un tiempo de señoritas, manganzones, doñas y doñes, de formales bailes vespertinos al compás de valses, pasodobles y polcas que contrastaban con el gusto general por las parrandas o los merengues callejeros rucaneaos. Años propios del canto popular de franco tinte europeo -mucho de la París de Guzmán Blanco-, entonado por el puro goce del encuentro con la noche y sus sabrosuras, sin otra gracia distinta a la que cada quien tuviera.
Afortunadamente persisten algunos artistas guardianes de las tradiciones de los abuelos. Por ello, la serenata o el cañoneo de merengues, valses y parrandas, desplazados a partir de los años 30 por los aires argentinos, mexicanos, norteamericanos y muy principalmente cubanos, pueden hoy saborearse, de cuando en vez, mediante nuevos cultores interesados en cantar el mejor gusto de esos estilos añejos. Los buenos ejemplos, aunque no muchos -Cañón Contigo o los venerables Antaños del Stadium-, pues tan sólo confirman la subsistencia de aquellos géneros patriarcales desplazados y a la espera, eso sí, de una necesaria revitalización.
III
Otro camino central en nuestro gusto urbano está marcado por el tango. Eso "de cuando Gardel visitó Caracas...", hoy resulta una frase convertida en auténtica referencia de tradición caraqueña. Por cuenta de su significado valen los actos anuales en Caño Amarillo, amparados en una escultura conmemorativa con la firma de Marisol Escobar; también la existencia de activas peñas melómanas y lugares nocturnos que reúnen a nostálgicos o coleccionistas en torno a recuerdos y porvenires; hasta El día que me quieras, gardeliano a más no poder, ha quedado convertido en pieza clásica de nuestro teatro contemporáneo.
Ni falta hace decir que al caraqueño le gusta tanto el tango que lo aplaude, quiere y cultiva desde casi su inicio mismo: los años 20 con el Valentino de las películas; los 30 y la visita de Gardel cual evento central en los anales de la ciudad "... Milonga p´ recordarte, milonga sentimental...". Mucho después, años 60, Felipe Pirela bolerizando lo de "... la historia vuelve a repetirse...", Julio Jaramillo haciéndolo con Rodando tu esquina; Alfredo Sadel (casi por no decir Alfredo Gardel) cantando Volver, o José Luis Rodríguez, crooner de Billo, y lo de "... qué ganas de llorar, en esta tarde gris...", así hasta cabe la referencia caraqueña de un cantante clásico del género, Agustín Irusta, prácticamente nacionalizado en las últimas décadas de su vida.
Nada de raro tiene entonces el interés en llevar dentro ese germen argentino que en su tiempo se dio la mano con los cantos rancheros de un Tito Guizar "... Allá en el rancho grande, allá donde vivííííííaaaaaa..." de un Jorge Negrete, Pedro Infante y toda la pléyade de mejicanidad transmitida e incorporada a través del cine y radio de la época. Fue la imagen transportada de un pueblo con sentimientos similares; los cantos de charros y mariachis conquistando muchachas, movidos por la lástima -emoción fundamental-, o prometiéndose balazos de puro honor; los despechos o las situaciones personales desastrosas provenientes de un amplísimo repertorio pasional. Por algo, razón jamás le faltará a quien piense en el pedacito sureño con sabor ranchero que más de un caraqueño lleva dentro del mero centro de su pecho. ¿Se acuerdan de El Rey ligado a "Y volver, volver, volver..."?

IV
¿Cuándo y por qué comenzamos a entender el ritmo cubano como algo caribeño y propio? ¿Qué tanto nos ajustó el discurso musical de bongó, cencerro, timbal, conga, maraca y güiro? ¿Fue la salsa setentosa el punto culminante? ¿Queda todavía algún buen camino por andar en la materia? Lo cierto es que la penetración de los ritmos afrocubanos data de aquellos años 30, cuando las serenatas y los merengues se vieron sistemáticamente sustituidos no sólo por los tangos y las rancheras, sino muy principalmente con boleros, guarachas, rumbas y congas que marcarían caminos tan largos y fértiles como el siglo mismo. Al fin y al cabo son siete décadas en favor de lo afrocubano convertido en nuestra principal música bailable; 70 años marcando el paso a estilos y orquestas al punto de haberse llegado a inventar un término -salsa- para centrar su definitiva presencia entre nosotros. Las evidencias son tantas como el tiempo recorrido, sintetizarlas tiene la dificultad de obviar y el beneficio de recapitular un asunto importante. Y es que eso de "... Mamá, yo quiero saber de dónde son los cantantes..." además de una canción, puede resultar interesante materia de reflexión para muchos seguidores de los pasos afrocaribeños en música. Porque algunas veces no sólo se trata de oír o bailar, de reconocer a través de los pies aquello con casi un siglo al servicio del goce; también en ocasiones se cuela el gusto por saber, investigar y hasta complacer la piquiña intelectual de esas cosas propias del sabor: el son cubano, fuente primigenia; su majestad el danzón, la rumba, conga, guaracha y guaguancó legando la impronta de la clave cubana; más acá, mambos, chachachás, afro-jazz, el cuento de la salsa... el bolero, género universal latinoamericano de parecida especie, pero, siempre, en capítulo aparte.
Son tantos, tan buenos, los cruces y recovecos de nuestra música latina, que uno aprecia el registro ordenado de ciertas raíces siempre ligadas al baile popular en nuestro país. Por ello, en lugar de referir una larguísima e incompleta historia, bien debe apuntarse hacia el reciente resultado impreso de algunas investigaciones en torno a este tema profuso y central; vale decir, dos libros de distinta estirpe dirigidos a la fundamental obra de Billo Frómeta (Billo, solamente Billo, de Carlos Delgado Linares, y Billo, biografía musical, de Ángel Vicente Marcano), otro centrado en una historia de nuestra música bailable y en el maestro Luis Alfonzo Larrain (Caracas, una rumba, de Moraima Carvajal); un cuarto libro, pero con lugar de privilegio, soporte del trabajo de Lil Rodríguez, apasionada investigadora, quien esta vez deja saber muchos datos de interés a través de su particular galería de héroes (Benny Moré, Ismael Rivera, Adalberto Álvarez y Cheo García, entre otros) agrupada en Bailando en la casa del trompo. Por supuesto, el tono complementario de estas publicaciones recientes respecto a otros trabajos centrales -El libro de la salsa, de César Miguel Rondón, El vínculo es la salsa, de Juan Carlos Báez-, reafirma la potencia de este anchísimo camino real en lo que nuestra música popular de este siglo se refiere.
V
Capítulo aparte merece la radio. Un medio de comunicación que, por encima del teatro o el cine, apuntaló géneros, estilos y artistas. Porque, justo es decirlo, hubo un tiempo cuando la radio tenía el indiscutido puesto que hoy ocupa la televisión. Hoy parece que la radio se hubiera conformado con una función subalterna, acompañante de calles y cornetas -artefacto empotrado en carros o autobuses-, y desde ese reducto sea que provenga la esencia de su actual propuesta.
Pero algo de la antigua potencia del medio aún queda. Quizás la misma que, a mediados de los años 80, inspiró al reconocido cineasta Woody Allen para realizar una película evocadora, Días de radio, con ese tono añejo, dorado si se quiere, de las cosas sabrosas, verdaderamente queridas, pero ya muy lejanas. Siguiendo aquellas esencias, trata uno de desentrañar el extenso significado del término radiodifusión y tan sólo puede evocar algo de su original magia: sustituto para el antiquísimo placer de asistir a conciertos y leer novelas; un verdadero empresario gigante de estrellas y estrellados que hoy tan sólo puede sugerirnos su carácter esencial dentro de la cultura caraqueña de los años 30, 40 ó 50. No es posible calcular cuánto pudo significar para el caraqueño tener en su propia casa las orquestas y artistas predilectos del momento: Xavier Cougat, Machito, Pérez Prado, la Sonora Matancera, Riverside o Casino de la Playa al Servicio de Pedro Vargas, Toña La Negra, Miguelito Valdés, Daniel Santos; Graciela Naranjo, Marco Tulio Maristany, Magdalena Sánchez, La Perla Negra, Lorenzo Herrera o Mario Suárez de la mano de maestros locales: Eduardo Serrano, Ángel Sauce o Carlos Bonnet. Eso de ir a una transmisión cualquier tarde de semana, y encontrarse con los Billo´s de Galindo y Manolo, a Larrain con Elisa Soteldo, Aldemaro Romero dirigiendo a Sadel, todos ellos adoptando el toque afrocaribeño como propio. Oír a Glenn Miller, Tommy Dorsey, Duke Ellington, Louis Armstrong, Ella Fitzgerald -artífices del jazz- en su momento de esplendor; Al Jolson, Bing Crosby o Frank Sinatra compitiendo con los artistas mexicanos, argentinos y españoles, mediante la fuerza del cinematógrafo en plan de cómplice central para una labor radiodifusora, principal responsable de nuestra apertura respecto a los géneros y estilos del siglo.
VI
Mucho se ha denominado a los años 60 como la década que sacudió al mundo. En Caracas aquellos años significaron cambios y más cambios: en la escena política, en lo social o cultural; en nuestro comportamiento y gusto musical. En la televisión aparecen entonces Víctor Saume, Musiú Lacavalerie o Renny Ottolina, animando mediodías y noches televisivas de música. También es tiempo de aparición de una oferta melómana propia, adecuada al momento: la música norteamericana compitiendo abiertamente con lo afrolatino bailable -ahora convertido en salsa de Dimensión Latina-, el clásico bolero caribeño desplazado por las baladas italoamericanas o brasileiroportuguesas; las orquestas de baile –Billo´s Melódicos, Sanoja o Porfi, atentos a los nuevos sonidos provenientes de la hermana república-; la música criolla, modernizándose mediante el talento de las hermanas Chacín, Juan Vicente Torrealba, Chelique Sarabia, Hugo Blanco o Aldemaro Romero y su Onda Nueva.

Una esencia de rock and roll de tal magnitud invade el ambiente caraqueño que, en palabras de Félix Allueva, melómano e investigador rockanrolero, "significó una irrupción violenta y un viraje en cuanto a lo que se venía haciendo en materia de música popular". Los Beatles enseñando a Darts, Impala o 007: Sangre Sudor y lágrimas desde la arena del Nuevo Circo o Carlos Santana "... Oye como va, mi ritmo..." a la carga vía happening en el stadium de béisbol de la Ciudad Universitaria. De ese poderoso viraje de los 60 surge el término pop para agrupar lo no-caribeño, no-criollo, no-rock; vale decir, Mirla, Mirtha o Nancy Ramos o Lila... algo después Las Cuatro Monedas, Arelys, Patti Ross, Delia, José Luis Rodríguez, Cherry Navarro, Germán Freites, Ivo, Henry Stephen, Rudy Márquez o Trino Mora. En fin, toda una influencia sonora también afincada en el discotequerismo propio de la década del 70, ése que hasta nos llevó al extremo de aplaudir nuestros propios y sensacionales Travolticas venezolanos, favorecidos en aquel afán internacionalizador de unos medios de comunicación con ofertas múltiples, sí, pero menos selectivos que nunca en la vida.

VII
La década de los 80 resulta crónica reciente. Sus sabores -ahora también dominicanos- se entremezclan tanto con la actualidad misma, que hoy día se hace imposible alguna valoración definitiva de sus diversas expresiones artísticas. Sin embargo, a pesar de la evidente falta de perspectiva histórica, pues lo cierto es que ya, con el final del siglo, mucho se puede avizorar en materia de música caraqueña. Varios compositores-intérpretes, cantautores, quienes entregaron un cúmulo de canciones centradas en el trámite urbano de la Caracas de fin de siglo; esos Ilan Chester, Frank Quintero, Yordano, Evio Di Marzo, Franco De Vita y un importante etcétera apuntando a la vida misma de la ciudad y sus habitantes como fuente de inspiración inmediata. Además, tal vez en beneficio de nuestra identidad, esta música ha sido también producto de una onda posmodernista inspirada en el gusto popular, bien a través de los nuestros, o bien mediante los nuevos cantores universales del tópico: Rubén Blades, el poeta de la salsa; Juan Luis Guerra, punto culminante del merengue dominicano y la bachata de salón; Luis Miguel, principal responsable de la vuelta del bolero; Oscar D´León y Soledad Bravo; o Caetano Veloso, son nombres centrales en esto de abrir fronteras e integrar ancestros musicales de raíces parecidas por no decir iguales.

VIII
Toca terminar esta fórmula de recuento apretado y, por ello, va una imagen citadina, cargada de cierta circunstancia significativa: se trata de ese Parque Central que presenta las dos torres más grandes de la ciudad. El mismo que de lejos hace pensar en un moderno complejo arquitectónico producto de una economía próspera, pero de cerca conforma un centro urbano con las virtudes y carencias típicas de nuestro ambivalente caraqueñismo.
El maestro Alberto Naranjo -activo habitante del Parque Central y hombre clave en la música de las dos últimas décadas- lleva años fundamentando su música en el personalísimo trámite urbano. Sea por ello, o por alguna causa parecida, que Naranjo, en las notas de presentación de su disco compacto Oblación, no vaciló en declarar: "Rancho Central se trata de una composición descriptiva, con variadas estampas relativas al trajín cotidiano de la ciudad. Su título alude, de manera sarcástica si se quiere, al domicilio del que escribe, como también a otras connotaciones pertinentes dejadas al juicio del que lo lea. Una mezcla de merengue con parranda se pone al servicio de diferentes cambios anímicos que se alternan entre alegrías, tristezas, frustraciones, recuperaciones, pero, por encima de todo, que ofrecen voluntades de lucha y sus gratificantes resultados...".
Tal vez el dicho de Naranjo conlleve alguna importante fuerza premonitoria respecto a lo que está, viene y quedará; quizás estemos intentando abarcar mucho más de lo adecuado. Veinte años no son nada, dice el conocido tango de Gardel pidiendo tiempo al tiempo; pero la conseja, creemos, puede y debe ser transgredida en favor de promover la revisión reflexiva de ese sentido artístico en nuestra música popular, siempre demarcando la identidad de una urbe que, a pesar de sus dimensiones, pues continúa dando bienvenida, apertura acaso demasiado desprejuiciada, a cuanto mensaje de propios y extraños pueda no imaginar.

*Publicado en Revista Bigott, número 50, julio-agosto-septiembre 1999, Caracas.
**Locutor, crítico musical, productor de programas radiales como La cuarta noche y Pensando en jazz. Ha dictado ciclos de conferencias dedicadas a la música, entre ellas, Arranca en fa, Swing con son y Duke en vivo. Permanente colaborador del Papel Literario de El Nacional, así como de la revista Imagen. Federico Pacanins ha publicado el ensayo "Jazzofilia" y la antología titulada El libro del béisbol. "En defensa del melómano", su ensayo más reciente, se encuentra en etapa de impresión. Produjo el disco Obeso y Pacanins.

miércoles, 4 de enero de 2012

Las Ciudades de Carpentier

Uno de mis autores pedilectos ha sido Alejo Carpentier, quién vengo a descubrir gracias a mi amigo Luís Barragán ...
Aquí un articulo de Don Alexis Marquez  para compartir con ustedes

A lo largo de su vida Alejo Carpentier vivió en tres ciudades, que lo marcaron profundamente, y a las que amó muchísimo. Desde su nacimiento el 26 de diciembre 1904, hasta 1928 vivió en La Habana. De 1928 a 1939 vivió en París. De 1939 a 1945 volvió a vivir en su ciudad natal. En agosto de 1945 los Carpentier, Alejo y Lilia, se trasladan a Caracas; aquí vivirán hasta mediados de 1959, cuando regresan a La Habana, donde estarán de nuevo hasta 1966. Este año se trasladan a París, designado Alejo Ministro Consejero para Asuntos Culturales de la embajada de Cuba en Francia. Allí permanecerá ininterrumpidamente hasta su muerte, el 24 de abril de 1980, aunque viajará a La Habana dos o tres veces cada año.

Esas fueron las ciudades que Carpentier más amó, de lo cual hay en sus escritos abundantes testimonios, además de lo que sabemos de primera mano quienes lo conocimos muy de cerca. También sintió gran amor por otras ciudades, como Madrid y México, donde no vivió nunca, pero a las que viajó en numerosas ocasiones. Igualmente le fascinaba Nueva York, de cuyo encanto no pudo sustraerse, a pesar de que en ella estuvo solo un par de veces, y por muy poco tiempo. A dondequiera que llegaba tomada posesión del lugar con una enorme sensibilidad y una mirada alerta, lo que le permitía conocer el medio con una envidiable capacidad para adaptarse y descubrir sus secretos y peculiaridades.

Sobre esas ciudades que lo fascinaban Carpentier escribió muchas páginas. Artículos, reportajes, conferencias y otros textos, incluso pasajes de novelas y cuentos, le sirvieron para plasmar su pasión por ellas, sus costumbres, sus paisajes, su gente... El año pasado, Alfaguara, de Madrid, la única empresa española que edita frecuentemente obras de autores hispanoamericanos, publicó un precioso libro, El amor a la ciudad , donde se recogen 14 textos de Carpentier sobre La Habana. La pasión por su ciudad, así como su minucioso y circunstanciado conocimiento de ella, sus rincones, sus vericuetos, sus peculiaridades, su gente, siempre fueron para Alejo como un alimento espiritual y ninguna aventura más fascinante que recorrer sus calles con él de guía excepcional -nada más ajeno a los guías turísticos, a quienes él detestaba-, capaz de contar interminablemente anécdotas y detalles pintorescos de cada sitio, con aquel maravilloso don de conversador y comentarista de lo más disímil que lo acompañó toda su vida.

Los textos de este libro van desde una breve crónica de 1925 sobre la costumbre de muchos de andar largas horas nocturnas deambulando por las calles habaneras, hasta un texto de 1973, una especie de gran reportaje sobre la gente y las costumbres de La Habana entre 1912 y 1930, leído alguna vez en la sede del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC). Entre ellos se incluye un trabajo ya publicado otras veces, ``La ciudad y las columnas'', texto escrito para acompañar un álbum de cien fotografías de viejas casas de La Habana, de Paolo Gasparini, editado como libro por primera vez en 1970, por la editorial española Lumen.

Asombra la continuidad estilística y temática de estos trabajos, escritos a lo largo de casi cincuenta años. En todos, desde los juveniles de los años 20 ó 30, hasta los de la madurez de los 70, están los rasgos esenciales de una escritura desde el principio ya definida y cuajada. En cuanto a la constante temática, se explica por estas palabras del propio autor, en una crónica de 1959: ``Puedo jactarme de tener un profundo conocimiento de La Habana; pero no tan sólo de su topografía e itinerarios interesantes. Vi crecer La Habana con el siglo. La he contemplado bajo sus más distintas iluminaciones. En cien oportunidades he escuchado sus voces, secretos, y he tomado su pulso...'' (p.94).
Cuenta de Libros

de ALEXIS MARQUEZ RODRIGUEZ
Don Alejo Carpentier

Ser caraqueño

Parte del gentilicio caraqueño, de su ser, de las marcas de su identidad, están en el habla. En el día a día los caraqueños se reconocen en una forma de hablar y de expresarse, en un tono y en el uso de ciertas palabras y expresiones.

Esa particular manera de expresarse es derivada del uso y de los hábitos. En líneas generales, el habla del caraqueño, el habla familiar e informal, el habla coloquial tiene un léxico abundante que se alimenta de los distintos grupos sociales, que cobran nuevos significados de acuerdo a la realidad de la ciudad.

El señor del quiosco, el conductor del transporte público, el estudiante, el profesor, el mecánico, el pregonero, el señor del abasto, la peluquera, el ama de casa, el vigilante, todos los habitantes de la ciudad, que la viven y la recorren comparten ese código de comunicación. Así, al oír conversar al caraqueño escuchamos palabras como llamadera, bululú, alebrestado, blofear, chorear, choripanear, templado, entrampar, grubi, paco, papear, entre muchísimas otras expresiones, que muestran el pulsar de una ciudad y de unos habitantes en constante movimiento.

Fuente: EL NACIONAL - Martes 03 de Agosto de 2010

Gente que vibra




Imagen de Flickr