Caracas, este lado del río
Por Ricardo Ramírez
A Blanca Rivero
Alguna vez le escuché a Eugenio Montejo contar, en un taller dictado por él en la Semana Internacional de la Poesía (hoy desaparecida) y en la que era homenajeado, una anécdota acerca de Fernando Paz Castillo. Ambos se encontraban en Colinas de Bello Monte, conversando, y de repente, luego de un profundo silencio, Paz Castillo dijo, como si cualquier cosa: “Pensar que yo por acá andaba a caballo…” Esto causó impresión en Montejo, pues evidenciaba lo que había cambiado la ciudad en poco tiempo.
Y nada más cercano a la verdad. Caracas es, en verdad, una ciudad nueva. La ciudad que conocemos de alguna manera nació con Guzmán Blanco y sucesivamente fue creciendo gracias a los dictados urbanísticos gubernamentales y privados, de buena y mala ralea. Me impresiona la cantidad de crónicas y testimonios escritos alrededor de estos cambios en la ciudad. Cada 20 años, alguien se despide de ella: Arístides Rojas, Lucas Manzano, Alfredo Cortina, Teresa de la Parra, Marisa Vannini, José Ignacio Cabrujas y tantos otros atestiguan cada cierto tiempo el final de la ciudad, la despedida nostálgica de algo que vivieron y que desaparecía. Una vez le escuché a la hija de Enrique Bernardo Núñez la siguiente frase: “Y pensar que yo iba al colegio en tranvía”. Hemos sido una ciudad que cambia de ropas o de piel como una serpiente cada cierto año. Una niña sifrina que se cansa de la ropa o una humilde dando a luz muchacho tras muchacho. Al parecer, no nos conformamos nunca con estar en un solo lado. Más allá de las necesidades urbanísticas, parece que tenemos en nosotros un afán de cambio, de novedades, constantes y sin fin. Somos, por ejemplo, de las ciudades que no tiene a su clase alta en el centro, como Nueva York por ejemplo. O París, después de la viveza de Haussmann. Es un vivir constante lleno de insatisfacción aparente, de no saber qué se quiere. En Mural escrito por el viento, Montejo nos dice:
Adora a tu ciudad, pero no por mucho tiempo,
Olvida el tacto de sus piedras,
Sé gentil a tu paso y prosigue de largo,
No proyectes quedarte entre sus muros,
Hasta fundirte en el paisaje.
Una ciudad no es fiel a un río ni a un árbol,
Mucho menos a un hombre.
Quien amó una ciudad solamente en la tierra,
Casa por casa, bajo soles o lluvias
Y fue por años tatuándola en sus ojos,
Sabe cómo engañan de pronto sus colinas,
Cómo se tornan crueles esas tardes doradas
Que tanto nos seducen.
Las ciudades se prometen al que llega
Pero no aman a nadie.
Cuando se ven por la ventana de un avión
Todas atraen
Con sus cumbres azules
Y largos bulevares rumorosos,
Pero al tiempo son sombras amargas.
Sus edificios nos vuelven solitarios,
Sus cementerios están llenos de suicidas
Que no dejaron ni una carta.
Por eso el río pasa y no vuelve,
Por eso el árbol que crece en sus orillas
Elige siempre la madera más leve
Y termina de barco.
Ciudad de llegada de extranjeros al país, también fue el lugar de anclaje de mucha gente del interior. Hoy en día, caraqueños con más de 100 años de raigambre en ella, pocos. Caracas se hace cada día tal como se han hecho sus calles y urbanizaciones. De nuestra ciudad, más allá de la delincuencia desbordada y la crisis económica que la afecta, podemos decir que poco permanece. Lo que consideramos viejo tiene apenas 40, 50 años, a lo sumo 100. Vivimos en una ciudad que fue arrasada durante la Guerra de Independencia, luego vivió una gran crisis económica de recuperación, luego una Guerra Federal y una ciudad bajo esas circunstancias no queda incólume. La pacificación del país con Gómez, luego de la avalancha arquitectónica e ingenieril bajo Guzmán Blanco, nos lleva a encontrarnos con una ciudad que deja de ser capital por un tiempo. Es la época de El Paraíso, luego la del Country Club, en donde tocaba la orquesta de Luis Alfonzo Larrain, aristócrata caraqueño quien además compone el himno del partido comunista. Fundadores del partido los Machado, gente de alcurnia, fundadores a su vez de El Paraíso. De Altagracia al Paraíso, de ahí al Country, de ahí a Prados del Este, luego Altamira y las urbanizaciones aledañas, luego Bello Monte, luego El Cafetal, luego Santa Mónica. Y así. El pico se alcanza en Altamira; y luego de Villanueva, la ciudad se divide otra vez. Antes de Guzmán, después de Guzmán hasta Luis Roche y Villanueva. A partir de este momento, Caracas cambió hacia el espectro de una ciudad hija de la inmigración y del crecimiento población y educacional. Mal que bien, empiezan los años de la alfabetización masiva, la fundación del Pedagógico, del Inciba, de la Facultad de Humanidades y Educación por Mario Briceño Iragorry, de la de Arquitectura, de un comienzo de futuro distinto para la nación y para la ciudad. El tiempo de la ciudad moderna tiene sus bemoles. José Ignacio Cabrujas nos habla con la lucidez que siempre lo inundó:
“Nunca fuimos tan 'provisionales' como en los dorados años de Pérez Jiménez. Había más riqueza que presencia. La ciudad de Caracas no era capaz de reflejar esa prosperidad por más edificios y monumentos que se construyeran. La ciudad seguía siendo una aldea, pero todos estábamos de acuerdo en que se trataba de una aldea provisional, "mientras tanto y por si acaso". Por eso desapareció el hotel Majestic para dolor de los nostálgicos. Por eso despedazaron con una bola de acero la miserable casita donde había nacido Andrés Bello. No vivíamos donde teníamos que vivir, pero tampoco sabíamos dónde teníamos que vivir, cuál era la imagen de la ciudad que soñábamos, en qué consistía esa fabulosa ciudad. Por eso, Caracas no es una ciudad reconocible. Por eso no se la puedes describir a un extranjero. Vete a París e intenta explicar a un francés qué es Caracas. ¿Qué puedes decir? Grandes edificios, muchas autopistas, algo como Houston, como Los Ángeles, algo inerte y sin recuerdos. Grandes, edificios, grandes autopistas, como los discursos de Pérez Jiménez, que eran una síntesis de cuántos edificios se hicieron y cuántas autopistas se construyeron”.
Vemos aparecer, en los albores de la democracia, la ciudad de este lado del río, la de las crecidas del mismo, la de las Montañas del Sur, la nueva: Las Mercedes con sus viejas casas hermosas, más la huella vasca por varias partes, y sus calles con nombres de hermanas extranjeras: París, Londres, Nueva York, una avenida principal llamada José Martí (no Principal, como se cree) envueltas en restaurants chinos, italianos, españoles, franceses; luego tenemos a Bello Monte de este lado del río, a donde llegamos por una avenida llamada Río de Janeiro: Beethoven, Miguel Ángel, Pasteur, Bonplant, Chopin, Sorbona, Voltaire, Edison, Leonardo Da Vinci, son los nombres de sus calles, entre edificios numerados, esquinas con aires europeos, lugares de comida libanesa, pequeños bares y muy cerca la UCV y su extensión hacia afuera: el furor del beisbol, traído por los norteamericanos, y del futbol, por los italianos, portugueses y españoles; muy cerca los Chaguaramos y Santa Mónica con sus anchas calles, sus garitos de estudiantes y cerveza barata (antes), hasta llegar a los Próceres. En Los Chaguaramos se puede comer en Roccolano, en Santa Mónica en el Fornaretto, y en uno de los lugares más emblemáticos y legendarios: Crema Paraíso. Por estos parajes leemos los nombres de estas calles, en plaquitas blancas que poco observamos: Reinaldo Hahn, Teresa Carreño, Rufino Blanco Fombona, Teresa de la Parra, Cristóbal Rojas, Razzetti, Codazzi, Rísquez, Facultad, Estadium, Bellas Artes, Humboldt, tantas calles, tantos referentes hasta llegar a la Eduardo Calcaño. Siempre me pareció irónico que la Academia Militar y la UCV estuvieran tan cerca. La huella que dejó Gómez y la de Betancourt, los dos grandes políticos del siglo XX venezolano, se evidencia entre el Fuerte Tiuna y Las Mercedes. Aunque la huella de Pérez Jiménez pueda verse en el Paseo Los Próceres, queriendo resaltar la alianza cívico-militar, este lado de la ciudad se encargó de hacerle ver con el tiempo que no era así. Una parte de la ciudad que viaja, pinta, esculpe, hace música, estudia, escribe. De este lado del río la ciudad más nueva, la que se soñaba menos castiza, más universal. La verdadera ciudad moderna, la de Inocente Palacios, la de los inmigrantes italianos llegados a la avenida Victoria.
No es perfecta nuestra ciudad, de estos lados: es la ciudad de las protestas estudiantiles desde siempre, de los recogelatas, de los habitantes de las riberas del Guaire, gente abandonada y sola. Está llena de matices grises, del color del río viejo, del smog de los carros.
¿Cuánto sabemos realmente de ella? ¿De sus historias, anécdotas? La mía es sencilla. He vivido toda mi vida en El Cafetal y me he movido entre él y Plaza Venezuela. Mi ciudad ha solido terminar en el Cordon Blue, emblemático lugar de los ucevistas (aunque su existencia se remonta a los años sesenta, o más atrás). Conocí poco la Sabana Grande legendaria, apenas el O gran Sol, y hasta hoy El Maní es así. He recorrido a Caracas entera, desde Catia hasta El Calvario, desde La Guaira al Paraíso, desde La Trinidad hasta Petare. Pero estos son mis espacios. Estudié en un colegio público de El Cafetal y me formé en la Biblioteca Raúl Leoni del Cafetal: en ese espacio nos caímos a golpes a la salida, besábamos a las muchachas, hacíamos ejercicios y además veíamos obras de teatro, estudiábamos, leíamos mucho, con el ruido de las guacamayas resonando en el recinto. Ahí lanzábamos huevos al colegio en carnavales, ahí soñábamos. He conocido una ciudad que no ha dejado nunca de soñar. Mejor hablar de ella ahora pues no sabemos cuándo desaparezca, cuándo se marche, cuándo nos deje solos. Dependerá quizás de nosotros conservarla, en físico, o en la memoria. Somos nuevos, apenas hemos llegado. No somos Roma ni Estambul, nos falta mucho que sortear todavía. De este lado del río, hay una ciudad que se escribe cada día entre trago y trago de cerveza de los estudiantes en los bares alrededor de la UCV, en donde continúan las discusiones de las clases, en donde pelean, luchan por sus ideas, las abandonan, las rescatan. La retengo ahora, la abrazo en su verdor y su mugre, en sus pordioseros haciendo malabarismos mediocres en los semáforos, en sus talleres mecánicos, en sus perrocalienteros, en sus crecidas del río que aterran y nos hacen pensar que desapareceremos de un chispazo. Quizás por eso vivimos en colinas, quizás por eso nos olvidamos tanto de sus pasos, apenas fundados, apenas dejando marca en el cemento. En otro poema, Eugenio Montejo nos habla de Caracas:
Tan altos son los edificios
Que ya no se ve nada de mi infancia.
Perdí mi patio con sus lentas nubes
Donde la luz dejó plumas de ibis,
Egipcias claridades,
Perdí mi nombre y el sueño de mi casa.
Rectos andamios, torre sobre torre,
Nos ocultan ahora la montaña.
El ruido crece a mil motores por oído,
A mil autos por pie, todos mortales.
Los hombres corren detrás de sus voces
Pero las voces van a la deriva
Detrás de los taxis.
Más lejana que Tebas, Troya, Nínive
Y los fragmentos de sus sueños,
Caracas, ¿dónde estuvo?
Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras,
Ya no se ve nada de mi infancia.
Puedo pasearme ahora por sus calles
A tientas, cada vez más solitario;
Su espacio es real, impávido, concreto,
Sólo mi historia es falsa.
Hace poco inauguraron una Plaza en Los Palos Grandes, que tendrá una biblioteca con el nombre de Eugenio Montejo. Ciudad proteica, cambia a cada paso o respiración, con cada aguacero. Quisiera decirle a don Eugenio, con quien hacemos silencio cada 5 de junio recordando una vez más su partida, que su infancia sigue en pie, ahí. No puedo. La ciudad de todos poco a poco desaparece; más que tierra de paso, somos tierra que apenas se levanta y construye, que apenas aprende a hacerse polis, a saberse ciudad. Ya no tenemos el clima de Selva Negra alemana del que hablaba Humboldt, ni somos la Caracas de “Simoncito” Bolívar. No se patina más en diciembre, se toma cada vez menos Ponche Crema, las tradiciones se van perdiendo. No importa. Haremos otras o las rescataremos. Apenas estamos fundando esta ciudad: la fundamos todos cada día viviendo en ella. Odiándola menos quizás. Transitándola, recorriéndola, sabiéndonos de ella en cada salida de sus límites añorantes de Ávila.
Quizás una biblioteca Fernando Paz Castillo de este lado del río, saludando a la de Montejo, sería algo que sus fantasmas agradecerían, para continuar conversando.
De este lado del río, en donde todo cambia y permanece a la vez, nos sabemos de ella, de la ciudad nueva, la que apenas se fundó hace 50 años, la más hermosa y rebelde de las muchachas, la que odiaba y amaba a la vez María Eugenia Alonso, la que soñó Inocente Palacios, la que vivimos y hacemos. La nuestra.
Fuente: http://www.relectura.org/cms/content/view/837/43/