Caracas, la verde
César Baena *
Una de las cosas que sorprende a los visitantes es lo verde que es Caracas. La primera vez que oí ese comentario en boca de un amigo que venía por primera vez, quedé sorprendido. Pero con eso pasa como con las cosas que vemos a diario: nos acostumbramos a ellas y dejamos de apreciarlas. Pero es cierto. Cada trozo de construcción está cruzado por una gota de verde, como si un pintor alocado hubiera salpicado su lienzo con escupitajos verdes. Y esa es una de las maravillas de esta ciudad, su carácter espontáneo.
En esa onda de verle lo positivo a las cosas (tan en boga en tiempos de crisis, y auspiciada por los talleres de crecimiento personal; lo de la mente positiva, ¿les suena?), lo que más viene a cuento es eso del verdor de nuestra ciudad, tan vilipendiada por constructores improvisados y con ganas de hacerse ricos en corto tiempo (todavía añoran los años sauditas en que el gobierno otorgaba contratos para obras a diestra y siniestra), por alcaldes ecocidas de gusto arrabalero, capaces de aceptar que cualquier empresa dispuesta a hacer publicidad tapice los tinglados, monumentos y avenidas de su triste burgo, todo bajo la complacencia de representantes del gobierno que se debaten entre la ineptitud y las penurias de los presupuestos recortados. Me vienen a la mente, más bien a los ojos y a la nariz, las veces que recorriendo la Cota Mil, esa autopista perfectamente adaptada a la geografía irregular y sugestiva de la ciudad, he visto un autobús dejando una estela de pestilente humo. Si solamente el Ministerio del Ambiente pusiera en funcionamiento un número de emergencia, donde los pobres ciudadanos pudiéramos denunciar con el número de placa del infractor esas agresiones. De nada sirve tocarle la corneta al conductor del autobús. Es en vano perseguirlo hasta estar cerca y poder mostrarle con un gesto desesperado que no es posible que esté botando ese excremento por el tubo de escape. No entiende nuestro gesto, ni nuestra indignación. Para él es como si dejar esa estela grisácea en medio del verdor de la montaña fuera parte del acto de conducir. Y al final es él el que termina lanzándonos improperios a nosotros.
A esta lista de facilitadores del desastre se agrega una legión de arquitectos sin la mínima intención de crear obras adecuadas al trópico. Por fin ahora se han puesto de moda los restaurantes al aire libre, en terrazas que se sirven del clima benigno y del paisaje inolvidable de una ciudad donde se desdibuja la línea divisoria entre urbe y naturaleza salvaje. Hace algunos años, no muchos, la mayoría de los restaurantes en boga albergaban temperaturas casi polares, me imagino que para justificar atuendos más adecuados a urbes norteamericanas o europeas. Ello, para desconcierto de visitantes extranjeros que buscaban disfrutar de una cena al aire libre. Se olvidaba, claro está, que en los días de verano en la mayoría de las ciudades de latitudes nórdicas, lo propio es cenar a la luz de la Luna o de las estrellas, espectáculo del cual podemos aquí disfrutar todas las noches. Pero creo que ese empeño por crear restaurantes en espacios cerrados, refrigerados hasta más no poder, ha cedido a la cordura y Caracas está reconciliándose, por fin, con los aspectos más agradables de su condición tropical.
Y es que la naturaleza de la ciudad insiste, a pesar de todo, en ser más terca que la torpeza de sus habitantes. Y así, Caracas persiste en su verdor, con la tenacidad de quien sabe que tiene la razón. No estaría mal que a Caracas se le llegara a conocer como a Caracas, la verde, y que se mencionara así en campañas y crónicas, tal como, todas las diferencias del mundo salvadas, Rosa Luxemburgo pasó a la historia como Rosa la roja. Cuestión de apodos.
* Profesor del IESA
El Nacional 2 de mayo de 1999
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