Por Juan Gant-Aguayo
Caracas la de los techos rojos
"Es interesante el papel que en la historia de Caracas jugaron las pestes, plagas y otros males, tanto en el surgimiento de templos y hospitales como de derivados urbanos en modo de plazas o esquinas.
Pero comencemos por el inicio, como debe ser. Antes incluso de fundarse Santiago de León, los acolchados soldados de la milicia de Losada ya habían levantado una ermita, en agradecimiento a San Sebastián, por haberlos librado (y que así continuara, ¡amén!) contra la plaga de las flechas. No era mal despreciable, y no porque estos soldados fueran cobardes: si la flecha venía envenenada de odio y malas yerbas, la víctima quedaba sentenciada, “moría rabiando y sus carnes cayendo a pedazos…”, según las crónicas. De allí que vistieran aforrados de colchas de algodón, que llamaban sayo de armas.
Esta ermita, y el bohío del capitán poblador en Principal noreste, harían de eje y patrón de escala en la medida que usó Henares para trazar- a partir de allí- sus cuadras, previo a la fundación.
La ermita de San Mauricio fue la segunda. En 1574 la plaga de langostas se abate sobre el maíz y las primeras plantaciones de trigo que se ensayaban en el valle, comiéndose la esperanza de los cultivadores y amenazando de hambre a todos. Los vecinos, por suertes, eligen a San Mauricio, quien les aleja a tiempo los voraces voladores, al parecer, porque la ciudad le jura celebrarle en adelante -todos los años- su día.
Una tarde de 1579 el bohío hogar del santo lo devora el fuego, y los vecinos ponen en cuarentena a San Mauricio en la casa de San Sebastián, que ya no hacía milagros. Allí quedó para siempre, en el templo que era alternativa de misa techada para el pardaje, visto que jamás lograban entrar ni a la puerta de la iglesia mayor, cuando se oía la misa de diez y la corta nave del templo frente a la plaza se colmaba con los blancos y sus criados esclavos, encargados de portar los cojines, sombreros y sombrillas a los capitanes y cargar las largas colas de falda a las doñas de mantilla y chapines.
La viruela azotó con furia en esos años iniciales, y el sarampión, más asesina ambas con los indios y negros que con los blancos amos de estos. En 1579 la peste se cebaba hasta en los más niños. El cabildo ordena un degredo extramuros de la ciudad, por salvar a su corto vecindario. Se erige entonces, con guardia de día y centinelas de noche en lo que hoy es San Pablo. Allí un hospital de campaña, si es que podía llamarse así el caney largo donde barberos cirujanos, indios médicos-brujos yerbateros, y hasta charlatanes prácticos intentaban hacer algo por los enfermos.
Aquella era una sociedad muy piadosa, a falta de remedios terrenales. A raíz de la mortandad y entierros en la fosa común aledaña al hospital, se levanta otra ermita allí, en memoria de los muertos que yacían en el sitio, ahora campo santo. Previamente, se repite la operación de elección por suertes del santo que presidiría el sitio. Y esto no por amor a la baraja, o a los juegos de apuestas viciosas, sino porque fuera Dios quien decidiera y no el gobernador o los mandamases de la ciudad, que todo vecino tenía su devoción sántica particular y no era momento de debates enojosos.
San Pablo el Ermitaño se asoma así en la Caracas de entonces, por mano divina. No es que fuera un santo muy mentado, o conocido, entre esos rudos iletrados castellanos. No os confundáis -terciaba Su Señoría Ilustrísima el obispo-, definitivamente no es Saulo de Tarso, hijo, pero los designios de Dios son inescrutables, y si era tan ermitaño como se pregona, con más razón ordena del Cielo fabricarle esta nueva ermita.
De alguna manera, templo de San Pablo y casa anexa de enfermos-terminales-pobres pervivieron. La ciudad y los alcaldes, “padres de desamparados”, veían la necesidad de mantener tales instituciones. En abril de 1620 Pedro Cerrato declaraba en un juicio que Juan Arias atendía en dicho hospital y “… le conoció así mesmo traer el hábito del señor S[an] Juan de Dios en el hospital desta dicha ciudad, que es el de señor San Pablo". Dato significativo, si se considera que la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Dios no obtiene del Pontífice el reconocimiento como tal sino algunos años después.
Luego del terremoto de San Bernabé de 1641, se reconstruye la iglesia y el hospital. En una probanza de méritos en 1664, el exponente declaraba que era familia del “… depositario general Domingo de Vera, el qual ha sido alcalde ordinario … y actualmente está fabricando en esta ciudad un hospital y iglesia con largas expensas de su hacienda, en utilidad común de esta ciudad y provincia, por el abrigo y amparo que a sus pobres y forasteros desvalidos promete” el hospital y templo.
Pasan los años. Recurrentemente, nuevos contagios de las mismas pestes -y varias otras plagas en los cultivos de trigo y cacao- visitaban la ciudad, que las soporta y atiende con el estoicismo de lo inevitable y los medios posibles. Hacia 1694, el vómito negro (algunos la califican hoy de cólera) recogía su cosecha de muerte. Se hace el degredo, una vez más, al sur, extramuros lo más posible de la ciudad y se levanta un hospital bajo toldos. Acuden los médicos, el cura que ayude a morir, y se establece el camposanto. Allí finalmente se erige otra ermita, dedicada a Santa Rosalía de Palermo. Con el tiempo su existencia dará origen a un buen templo, una esquina y una parroquia.
Y llegamos así entonces al objeto de este artículo: Aunque en 1951 se publicaron las Actas de Cabildo de 1614 (Tomo IV, 1612-1619) y estaban a la vista de todos, el texto que menciona la primera enfermera que tuvo Santiago de León parece haber pasado sin pena ni gloria entre los cronistas e historiadores que ha tenido la ciudad desde esa fecha. Quizás no les pareció importante destacarlo, la era no era feminista. Pero estamos en el s. XXI, que busca ahora con nuevo afán el papel de la mujer en nuestra historia, y como sigue sin que a nadie se le ofrezca destacarlo, nos ha parecido procedente señalarlo, convencidos que al menos a algunas damas les gustará saberlo.
El 25 de octubre de 1614 el gobernador ante el cabildo reunido anuncia las viruelas que han aparecido, para que se vea si se puede imponer algún tributo a la carne para costear los gastos necesarios, “… que por quanto en esta ciudad se ha tenido noticia hay algunos enfermos de viruelas y se han visitado algunos enfermos por el licenciado Manuel de Rocha, y por constar ser la dicha enfermedad de viruelas, se han llevado fuera desta ciudad, y porque la dicha enfermedad es mal contagioso y que con facilidad se pega y cunde, como se ha visto por experiencia, mayormente en los niños y naturales. Y es necesario acudir al remedio y hacer muchas diligencias en razón de lo susodicho”.
El cabildo resuelve imponer de gravámen un grano “de perla de rostrillo” sobre cada arroba vendida en la carnicería, y lo anuncia en cabildo abierto “para que nadie pretenda ignorancia”. En 17 de noviembre, Francisco del Castillo, comisionado para gestionar la emergencia, dice que ha llevado “… a los enfermos de que ha tenido noticia a la parte que está señalada, y poniendo guardas … y porque de las personas que se han llevado a la enfermería señalada se han muerto dos indias, las cuales se han traído a enterrar a la santa iglesia mayor desta ciudad, conviene que lo susodicho se remedie, porque de traerse los muertos a esta ciudad puede resultar pegarse la dicha enfermedad en ella, demás de lo cual, es necesario que el médico acuda todos los días a visitar los enfermos, así los de la enfermería como los que cayeren en la ciudad”, y pide entonces que sobre lo dicho, el cabildo resuelva qué se va a hacer. El cabildo decide consultar al obispo.
Tras las consultas con este, los comisarios Pedro de Fonseca y Diego de Ledesma vienen con la respuesta del prelado: “… que mediante que en caso que [el obispo] diese licencias y permisión para que se enterrasen los difuntos en un sitio acomodado y cercano a la enfermería, no podía ser con la perpetuidad que convenía, y que para haber de quedarse despues yerma y despoblada, no convenía, y que le parecía que se hiciese iglesia con la decencia y moderación posible, y que en el ínterin se llevasen los difuntos al hospital de San Pablo, donde se enterrasen en un cementerio que para esto se señalara, de la parte del campo, y que se señalara clérigo suficiente”
Y continúa el registro de la sesión por el escribano del cabildo: “… y los dichos Pedro de Fonseca y Domingo Vásquez [de Rojas] dixeron que ellos han buscado una muger que asista en la dicha enfermería, y que hablaron a Ana de Haro, viuda, persona que les parece acudirá a lo susodicho como conviene, y que [ella] dixo que [a]sí haría, pagándosele”.
Finaliza así: “y habiéndose platicado … dixeron que, por ahora, en el ínterin que se trata de otro mejor medio, se elige por sepultura de los dichos enfermos el dicho hospital de San Pablo … y al dicho Domingo Vásquez se le comete concertar con la dicha Ana de Haro lo que se le debe dar por su trabajo … y con esto se acabó el cabildo, y firmaron de sus nombres”.
Ermita de San Pablo Ermitaño pocos años antes de su demolición, por Ramón Bolet |
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