Los objetos de Armando Reverón Roberto Echeto
Martes, 17 de julio de 2001
Analitica
Museo Armando Reverón
Roberto Echeto en la Bitblioteca
Durante años, los objetos concebidos por Armando Reverón fueron admirados como excentricidades que tenían una existencia paralela al trabajo pictórico del maestro. Ese pensamiento supuso que Reverón era artista simplemente porque pintaba y no porque fuese un hombre capaz de tener una lectura muy particular del mundo y de expresarla a través de cualquier medio a su alcance, transformándolo todo a su alrededor. Con el pasar del tiempo, y gracias a la revisión del concepto de lo que significa ser artista, hoy podemos comprender estos objetos con una mirada que los incluya dentro del catálogo de una portentosa obra que se caracteriza por su coherencia, su austera riqueza y su originalidad. Preguntarnos cómo se articulan los componentes de este complejo legado artístico es una de las tareas a las que nos convoca esta exposición.
El Castillete
Cuando, en 1921, Armando Reverón se muda al terreno cercano al bar Las Quince Letras en Macuto y comienza a construir ese hogar-taller llamado El Castillete, surge en él la necesidad de renunciar a la plenitud de una vida “normal” a cambio de otra vida cuyo sentido más intenso está en la posibilidad de crear. Un artista merecerá tal apelativo en la medida en que sea coherente con tal renuncia y, entre nosotros los venezolanos, fue Reverón quien llevó esa posibilidad hasta sus últimas consecuencias; sustituyó su vida por la creación no solo de una obra pictórica, sino de una vida hecha para el arte. Entender semejante aserto es la clave para admirar sin prejuicios ni lugares comunes toda su obra. Podríamos escribir decenas de cuartillas infiriendo cuáles fueron las causas de ese llamado, de ese impulso hacia el aislamiento y la creación obsesiva. Podríamos conjeturar razones patológicas, familiares, religiosas, culturales; podríamos esgrimir las teorías que queramos y no resolver el enigma que nos plantea el quehacer artístico del maestro. Mejor. Reducir el acto creador a un desorden mental, a un trauma o a un desvío de la conciencia, es poco menos que un crimen. A nosotros apenas nos está dado analizar los productos de esa aventura creadora y establecer sus conexiones. Es una hermosa y compleja tarea, si a ver vamos.
Volviendo al tema de los objetos reveronianos, debemos decir que su presencia está íntimamente ligada a la necesidad de ordenar ese “ser desde el arte”. En este punto podemos esbozar un primer camino en el que tendríamos al Castillete como gran objeto, como espacio físico en el que se concretará a lo largo de poco más de treinta años la voluntad de hacer de la propia vida un hecho artístico. El Castillete es la primera y más importante manifestación del deseo no solo de producir una obra, sino de vivir en ella y para ella. Por eso, porque se trata de un lugar enteramente imaginado por alguien sumido en su oficio, hay que tener en cuenta que estamos hablando de una casa “diseñada” para funcionar como taller o de un taller “diseñado” para servir como casa, como hogar, como espacio de retiro que además está cerca del mar. El Castillete es el sitio que dejó de ser apenas el lugar para realizar la obra y se convirtió también en obra, en gran formato intervenido por la sensibilidad del artista y por su siempre desbordada inventiva. Esta idea es especialmente importante porque nos emplaza a ver al Castillete como un factor que, a pesar de su aparente caos, unifica toda la obra de Reverón y como un elemento que nos permite entender que tanto la pintura, los dibujos, las muñecas, las máscaras, los esqueletos, los muebles, los demás objetos artísticos y los propios rituales corporales del maestro, son productos que se desbordan de su imaginación y de su propia capacidad creadora, adquiriendo “vida” y sentido en un espacio físico que también se desbordó de la misma fuente. El Castillete, visto como formato, sobrepasa en complejidad a la idea del Castillete concebido como casa-taller o como simple escenografía.
Hablamos, además, de una suerte de ermita en la que vivió un hombre aislado en su lucha diaria por representar la luz de la playa y el aire de su entorno con los únicos medios a su alcance: pinceles, telas, pigmentos, trozos de madera y una habilidad tremenda para hacer que los materiales más humildes adquirieran esa rarísima y excitante calidad de lo poético. Reverón fue un anacoreta muy particular cuyo ascetismo se expresaba en el hacer, en el inventar. Por eso El Castillete debe analizarse como el espacio físico que construyó un ser humano muy especial para vivir una aventura interior en la que cada hallazgo se veía reflejado en una pintura, en una muñeca, en una celosía o en la misma construcción de su hogar-taller-ermita, levantado bajo el sino riguroso de un espíritu austero. De eso hablan los palos, las piedras, las palmas secas y las ramas con los que fue edificado el Castillete. Por ello ese espacio más parecido a un rancho que a un cómodo edificio, y en el que se desarrolló la más original producción artística del siglo XX venezolano, podría ser considerado también como una suerte de arquitectura cónsona con el paisaje que la rodeaba y opuesta a la majestuosidad artificial que tuvieron edificios y monumentos oficiales como el túnel del Calvario, el viaducto de Caño Amarillo, el Arco de la Federación, el pasaje Linares, la iglesia de Santa Teresa, la logia Masónica, el Palacio Federal, el Teatro Municipal, el Palacio de Miraflores, el Palacio de Justicia, el Ministerio de Hacienda, Los Próceres. En un momento histórico en que la arquitectura es pura escenografía, pura monumentalidad oficialista, puro delirio impostado, el Castillete representa un acto de sublevación, de anti-monumentalidad y paralelamente, al ser una construcción afín a la naturaleza y a la cultura de estas latitudes, al ser manifestación de un hombre que decidió libre e individualmente vivir así, el Castillete es la concreción de una propuesta de modernidad arquitectónica “a la venezolana”.
Reverón es el primer artista venezolano que paralelamente a la obra, crea el lugar para realizarla. Construirse un lugar para vivir o para solazarse trabajando es proclamar vanidosamente “yo soy aquí y ahora”; es afirmar una individualidad cuyo acento se torna especial en el caso de un artista, y más en el caso de un artista nacido en Venezuela, un país donde tradicionalmente ha existido una “crisis de lugar”, una crisis de identificación con el sitio geográfico y con el territorio ocupado por una cultura que no acaba de aceptarse a sí misma con sus fortalezas y debilidades. Reverón construyó un espacio real que concordaba con el paisaje; propuso un espacio para hacer que el propio trabajo artístico se desarrollara hasta sus últimas consecuencias, hasta rebasar la barrera de “lo bello” y tocar zonas de lo subjetivo más recónditas y menos aceptadas por los otros. En ese particular, nuestro artista creó un lugar para ser él, para ser libre, para ser, sin proponérselo, moderno y universal a partir de una mirada propia de lo autóctono que no era utópica ni nostálgica ni científica ni trasplantada. Era una mirada sincera apoyada en la voluntad de volver a las fuentes de la representación, de ser, en toda su crudeza, “primitivo”, de mirar a las cosas del mundo con ese candor capaz de deformarlas, devolviéndose conceptual y formalmente de los grandes logros del dibujo, de la pintura, del color, de la arquitectura, del paisaje, del arte, de los materiales, de las relaciones humanas, de todo.
Los objetos
Para todo acto creador se necesita tener disciplina, ingenuidad (ingenuum, en latín, significa “nacido libre”), capacidad técnica y una necesidad desmedida de ponerle al mundo eso que el artista cree que le hace falta. Muy a su manera, cada objeto reveroniano reúne todos esos ingredientes. Lo singular en este caso es que hablamos de piezas tradicionalmente vistas como caprichos formales, como artefactos curiosos de un maestro de la pintura que pasaba sus ratos libres inventando rarezas llenas de poesía. Para la crítica tradicional, esos elementos formaban parte de un lado menor de la obra, pero a la luz de nuevos estudios esa percepción ha cambiado a favor de una postura más centrada en el hecho de incluirlos dentro del catálogo total de una producción artística vasta e inquietante. Ese gesto está lleno de justicia porque si de algo es modelo Armando Reverón, es de concebir el acto creador como un hecho ilimitado que no repara en la humildad de los materiales ni en el aislamiento del mundo ni en nada. Reverón es un paradigma de los procesos creativos porque absolutamente todo lo que cae en sus manos se transforma en algo más interesante, más rico en significados y en formas. Así, un trozo de tela de coleto, una caja de madera, un bejuco, un coco o una totuma en poder del maestro ya no serán lo mismo y quizás detrás de ese poder de transmutación de una forma por otra más depurada, se encuentre una buena definición de lo que son el arte y la cultura.
Al igual que en su obra pictórica, los objetos de Reverón revelan una manera muy particular de observar el entorno. Cuando pinta, nuestro artista no reproduce el paisaje; ni siquiera se fija en los detalles de la escena que tiene enfrente. Reverón trata de reproducir el aire, la luz, la atmósfera, la sombra, el desierto, lo absoluto y melancólico que flota alrededor de lo retratado, como si allí se encontrara el secreto de las cosas de este mundo y no en las cosas mismas. Algo parecido ocurre con los objetos en el momento de su configuración final. En el instante en que los palenques de coco quedan transformados en florero o la caja en singular teléfono, no interesa la reproducción utilitaria de lo representado, interesa su calidad de artificio, de sarcasmo (sarks, en griego, quiere decir “piel”), de cuerpo seco libre de utilidad. Es como si en el proceso de transformación del material puro en objeto, el artista hubiese adquirido para sí lo esencial, lo desnudo de lo representado, dejando para nosotros, los espectadores, un cascarón lleno de una belleza grotesca y excesiva. Cuando eso sucede, los materiales transmutados en objetos adquieren trascendencia, se colocan fuera del tiempo y se vuelven obras que retan nuestra contemplación con su exagerada presencia, con lo contundente de su monstruosidad, de su ser reflejo deformado de objetos reales y cotidianos en lugares “normales”.
Otro aspecto que también vale la pena resaltar de estos objetos es el hecho de estar relacionados con esa curiosa empatía que tienen los hombres de mar con las cosas que las olas hacen llegar a las playas de todas partes. En Reverón existe una doble representación de esa actitud: por un lado, hay en su hacer un uso consciente de lo que la naturaleza o el hombre han abandonado a su suerte porque ya no lo necesitan o porque no le dan importancia, y por el otro hay en Reverón un comportarse como si él fuera una suerte de playa a la que los recuerdos —o quizás la lucidez— traen esbozos de tiempos pasados, de personas y objetos ausentes en el aislamiento creativo del Castillete. Esos dos puntos de vista nos acercan a los objetos como piezas concretas, modeladas con un tratamiento particular y confeccionadas con unos materiales determinados; además nos permiten esbozar una razón a esa voluntad de nuestro artista por fabricar objetos, algunos para satisfacer necesidades utilitarias como los muebles, el parasol, los pinceles, la paleta; otros para satisfacer necesidades meramente estéticas como pueden ser la mantilla, las máscaras, la escopeta, los instrumentos musicales, las muñecas, las flores, los esqueletos, y otros para usos rituales como los tapones para los oídos y las fajas vegetales para la cintura. Lo que nunca hay que olvidar es que estas piezas estaban en El Castillete, formando parte de una puesta en escena satírica, de un paisaje interior, de una arquitectura, de una obra completa cuyo formato era cada espacio del propio hogar-taller.
Las muñecas
Si la lectura de los objetos nos parece incómoda por su mezcla de sarcasmo, sátira y extravagancia, el conjunto de las muñecas representa el lado más oscuro e inquietante de la obra de Reverón. Su presencia y análisis resultan incómodos para el consenso general. ¿Qué son estas figuras de trapo y pintura a las que el artista les confeccionó vestidos, pelucas e instrumentos musicales? ¿Son simples modelos para representar en dibujos y cuadros o son formas que subliman un deseo oculto? ¿Acaso son esculturas? Quizás la mejor manera de acercarse a estos enigmáticos cuerpos de trapo sea planteándose todas esas preguntas sin esperar una respuesta definitiva, sobre todo porque, según algunos estudiosos, para Reverón las muñecas son todo lo que hemos afirmado más el planteamiento de una figuración cuya “belleza” está en el exceso, en la desproporción del cuerpo, en la deformidad que raya en lo monstruoso. Las muñecas nos plantean la dificultad de ser piezas hechas desde una estética que no obedece a ninguno de los cánones establecidos por la crítica tradicional, lo cual nos permite darles una lectura desde lo grotesco e inferir que son nuevamente representaciones deformadas de la materia oscura, bella y feroz del ser femenino. La figura de la mujer adquiere una significación enigmática en la obra de Reverón en tanto suponemos que el maestro vivió situaciones conflictivas con varias de las mujeres que cruzaron su vida. Con su madre, por ejemplo, el artista tuvo siempre una relación de cercanía-lejanía, con Josefina (la hija de los Rodríguez Zocca, hogar donde el pequeño Armando vivió en Valencia) disfrutó una relación de fraternidad truncada por la muerte de la joven; con Juanita vivió una suerte de dependencia maternal ajena a los avatares del sexo. Así que no es de extrañarnos que estas inquietantes muñecas digan mucho de esa ausencia, de ese no terminar de complementarse con la mujer y en la mujer. Por lo tanto no debe sorprendernos que para Reverón las muñecas representaran grotescamente y —aún más— fuesen la compañía femenina, la madre, la hermana, la amante, la compañera, la modelo, la muchacha engalanada de sociedad, todas reviviendo en el Castillete, en el serrallo, en el harén tropical forjado desde el arte, no solo como confección, sino como imaginería que actualiza al clásico tópico de las bacanales, de las bañistas y de las majas desnudas, aquí convertidas en peleles, en trágicos cadáveres de trapo, reflejos de las mujeres reales y de las representadas a lo largo de la historia del arte occidental.
A pesar de su aspecto grotesco, las muñecas fueron concebidas con el mayor cuidado. Sus cuerpos de tela eran minuciosamente cosidos y pintados por una mano consciente de lo que quería. Esas muñecas tenían su sexo dibujado y sus partes completas en detalle. Lo mismo pasaba con los pequeños muñecos y con todos los objetos que complementaban la existencia de esos cuerpos de trapo bautizados con nombres de mujer. Reverón creó para sus criaturas un sin fin de adminículos y accesorios que enriquecieron ese mundo ficticio que convivió con la complejidad de su casa-taller. Las muñecas no solo son valiosas por su carga simbólica y por su cuestionamiento de la belleza tradicional. También lo son por el hecho de formar parte de los rituales cotidianos de una vida dedicada al arte y porque su significado se desplaza: puedes verlas, al mismo tiempo, como peleles, como juguetes, como desnudos que no tienen más que mostrar que su carne, como sátiras al perfeccionismo de la mujer a la hora de vestirse o maquillarse; puedes verlas como modelos para la pintura, como retratos de tipo femenino, como piezas escultóricas, como representaciones de una sexualidad reprimida, como seres humanos resurrectos luego de la muerte, como seres fantásticos creados, a la usanza del Gólem, de Frankenstein o de Pinocho, por un hombre que se asumía a sí mismo como padre amoroso de todas sus criaturas.
Máscaras y esqueletos
Las máscaras y los esqueletos representan el cenit de esa concepción sarcástica que impregnaba todo el quehacer del maestro. Si en la pintura Reverón representaba el paisaje, pintando la luz y no las cosas en sí, en la concepción de los objetos sucedía lo contrario. En ellos —como hemos mencionado anteriormente— hay una suerte de liberación de la función, quedando solo el cuerpo sin vida ni utilidad. Desde ese punto de vista es fácil comprender la presencia de esos rostros que son pura corteza, pura dermis inanimada esperando a que alguien les dé vida. Ese detalle es de una riqueza muy particular porque en todas las culturas las máscaras funcionan como disfraz, como piel que alguien se coloca para simular ser otro, para verse distinto a como se es en realidad, para dar ese paso hacia el juego y la creación de asumirse como personaje. Todo esto adquiere una enorme significación si lo relacionamos con los autorretratos del maestro, con la indagación del propio ser que supone el acto de tomarse a sí mismo como objeto de estudio. Esa significación crece aún más si tomamos en cuenta que los autorretratos representan una comprobación de la propia presencia viva aquí y ahora en el espacio del Castillete, contrastando con esas máscaras que (como todas las máscaras) están hechas para transformar en otro al que se las coloca. Quizás en esa pluralidad de las miradas de sí mismo se encuentre una de las bases de lo grotesco en el arte objetual de nuestro artista.
Otra concepción de estas piezas nos acercaría a la idea de la máscara mortuoria, ésa que funciona como prueba irrefutable del final de una vida ilustre y como retrato que guardará para las futuras generaciones la memoria de un gran hombre. En el caso de Reverón, tales elementos aparentemente inconexos confluyen en estas máscaras hechas con los materiales más humildes, con papel y cartón pintados, representando una piel ajena y sin individualidad que parece afirmarnos que nuestra naturaleza carnal siempre está al borde del exceso, de la deformidad, de la exageración, de la muerte.
Los esqueletos de alambre tienen una connotación semejante, solo que reflejan, más que el rostro, el cuerpo descarnado. De la liberación que representaban las máscaras y las muñecas ya no queda ni la piel; quedan esos dibujos sin soporte, esos huesos ficticios que son sombras del cuerpo verdadero de carne y hueso o de trapo, porque estas piezas colgantes pueden verse como representaciones de la anatomía humana o de la anatomía de las propias muñecas despojadas de toda carnalidad. De ahí que su presencia sea serena y que ya no esté tan presente en ellos ese morbo desafiante que se siente en los demás objetos.
Epílogo
A pesar de todo lo que podamos decir, la totalidad de la obra de Armando Reverón representa siempre una gran interrogante que nos lleva a cuestionarnos no solo nuestras relaciones con el arte, con los artistas y con los objetos a los que consideramos artísticos, sino también con la propia manera de valorar nuestra cultura y nuestra capacidad de transformar el entorno en un espacio más digno, más interesante, más complejo, más acorde con lo que somos y con el paisaje que nos rodea. Reverón siempre será para nosotros una pregunta abierta a la que debemos acceder cada cierto tiempo para cuestionarnos a nosotros mismos.